quinta-feira, 19 de março de 2015

La historia de Valentín, el niño y su volantín.

Volantines, papalotes o cometas son nombres diferentes que  le damos a la misma cosa en nuestro continente. Es en este pedazo de papel con un soporte de madera  que los niños (y los con alma de pequeños) de nuestra tierra elevan sus sueños cerca del cielo.
Los volantines son coloridos, mágicos y respetan la diversidad de gustos de los chicos y al mismo tiempo, el derecho de todos de poder jugar, pues es una diversión barata y que estimula la imaginación y la creatividad.  La habilidad es otro aspecto que nunca queda  de fuera a la hora de hablar de los volantines, pues sea a la hora de fabricarlos, a la hora de colocarle los tirantes o a la hora de encumbrarlos con destreza.
Esta es la historia de Valentín, un niño al que le encantaban los volantines. Su relato comienza tal vez con las aventuras de su padre, José, quien hasta el día de hoy es reconocido por todos los que en aquel tiempo eran sus compañeros de jugarretas como el mejor volantinero de las proximidades. La herencia de sus singulares destrezas habían pasado a través de la sangre a su hijo, quien por razones no tan ocultas había recibido el nombre de Valentín.
No eran pocas las veces en las que José, en las tardes frescas de domingo, sacaba de su cuna a su hijo aún bebé y lo llevaba a lo alto de un cerro, donde se formaba una pequeña meseta. En sus brazos llevaba al chico y en su espalda, colgados por los tirantes, varios volantines que había fabricado en las noches durante la semana, después del trabajo.
Colocaba al chico en el suelo, recostado sobre varias cubiertas y almohadas, mirando hacia el cielo. Parecía que el pequeño presentía el momento mágico en el que comulgarían dentro de poco.
-          Mira hijo, es así que se hace- Decía el papá orgulloso al mostrar con detalles y relatar en voz alta cada uno de los aspectos que debía considerar en el arte de levantar esos mosaicos coloridos.

-           Mira Valentín, el secreto está en los tirantes – Le explicaba con la certeza de que el chico estaba absorbiendo cada una de las informaciones.

Después de muchas de estas experiencias de instrucción aérea,  el padre ya no resistía  cargar al chico en los brazos y ni el chico aguantaba el llamado de aquella húmeda olorosa que era aquella tierra quería ser pisada. Eran estas idas al monte cargando volantines, siempre que el domingo lo permitía, el momento de intimidad absoluta entre el padre y su hijo. Era en este diálogo natural en el que José le mostraba los secretos de la vida a Valentín, le enseñaba a entender el compás de la naturaleza y a respetar los ritmos suaves y cadentes de la vida.
Después de cierta edad, en aquel momento en que el maestro empieza a darse cuenta de que está siendo superado por el discípulo; José cambió el cerro por una cancha de fútbol cercana a su casa. Era el lugar donde los chicos que ya tenían el doble de la edad de Valentín se reunían todo el día y todos los días con sus volantines policromáticos. 
Se trataba de un festival de egos, pues cada uno de ellos quería el volantín más bonito y pretendía ser el más temido en el cielo, cuando los intrépidos pilotos hacían alarde del calibre y calidad de sus hilos los que procedían de recetas que cada uno traía como parte de los secretos de familia celosamente guardados. 
El día en que vieron que José llevaba a Valentín por la primera vez, parece que todo cambió en aquella cancha de barrio. Todos miraron con reverencia al padre, pues era prácticamente un mito entre todos aquellos que se divertían con los volantines. Ninguno de aquellos chicos había visto las proezas de los volantines de José Mujica; ellos vieron los mágicos malabarismos dibujados en los relatos de sus padres quienes eran amigos del “Rey del volantín” como era conocido.
En aquel día se hizo un círculo alrededor de José y de Valentín, lo que no estaba en los planes. El hombre les miró con un poco de extrañeza y con una sonrisa les grito…
-          Vamos a jugar –
Obedeciendo al mandato de este rey, el cielo inmediatamente se inundó de colores, lo que llamó la atención de Valentín, acostumbrado a ver su juguete solitario en lo alto del cerro. El padre sólo lo miró y el entendió inmediatamente lo que debía hacer, empinando bien alto su volantín y mostrando destreza al aproximarse a sus contendores. Rápidamente los otros objetos voladores se rendían a los movimientos precisos y delicados del nuevo rey de la cancha del barrio.
José, aquella tarde cargó a su hijo en los ombros, orgulloso, como quien lleva un  trofeo. Le contó a su esposa sobre todo lo que había pasado y de repente, desapareció. Volvió minutos más tarde trayendo una gaseosa y algunos pastelitos que había comprado en la panadería del barrio. Había muchos motivos para celebrar.
En breve nos encontraremos con otra historia de Valentín, el rey del volantín.



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