Volantines, papalotes o cometas son nombres diferentes que le damos a la misma cosa en nuestro continente.
Es en este pedazo de papel con un soporte de madera que los niños (y los con alma de pequeños) de nuestra tierra elevan sus
sueños cerca del cielo.
Los volantines son coloridos, mágicos y respetan la
diversidad de gustos de los chicos y al mismo tiempo, el derecho de todos
de poder jugar, pues es una diversión barata y que estimula la imaginación y la
creatividad. La habilidad es otro
aspecto que nunca queda de fuera a la hora de hablar de los
volantines, pues sea a la hora de fabricarlos, a la hora de colocarle los
tirantes o a la hora de encumbrarlos con destreza.
Esta es la historia de Valentín, un niño al que le
encantaban los volantines. Su relato comienza tal vez con las aventuras de su
padre, José, quien hasta el día de hoy es reconocido por todos los que en aquel
tiempo eran sus compañeros de jugarretas como el mejor volantinero de las proximidades.
La herencia de sus singulares destrezas habían pasado a través de la sangre a
su hijo, quien por razones no tan ocultas había recibido el nombre de Valentín.
No eran pocas las veces en las que José, en las tardes
frescas de domingo, sacaba de su cuna a su hijo aún bebé y lo llevaba a lo alto
de un cerro, donde se formaba una pequeña meseta. En sus brazos llevaba al
chico y en su espalda, colgados por los tirantes, varios volantines que había
fabricado en las noches durante la semana, después del trabajo.
Colocaba al chico en el suelo, recostado sobre varias
cubiertas y almohadas, mirando hacia el cielo. Parecía que el pequeño presentía
el momento mágico en el que comulgarían dentro de poco.
-
Mira hijo, es así que se hace- Decía el papá
orgulloso al mostrar con detalles y relatar en voz alta cada uno de los aspectos que debía considerar en el arte de levantar esos mosaicos coloridos.
-
Mira
Valentín, el secreto está en los tirantes – Le explicaba con la certeza de que
el chico estaba absorbiendo cada una de las informaciones.
Después de muchas de estas experiencias de instrucción
aérea, el padre ya no resistía cargar al chico en los brazos y ni el
chico aguantaba el llamado de aquella húmeda olorosa que era aquella tierra quería ser pisada. Eran estas
idas al monte cargando volantines, siempre que el domingo lo permitía, el momento
de intimidad absoluta entre el padre y su hijo. Era en este diálogo natural en el que José le mostraba los secretos de la vida a Valentín, le enseñaba a entender
el compás de la naturaleza y a respetar los ritmos suaves y cadentes de la
vida.
Después de cierta edad, en aquel momento en que el maestro
empieza a darse cuenta de que está siendo superado por el discípulo; José
cambió el cerro por una cancha de fútbol cercana a su casa. Era el lugar donde
los chicos que ya tenían el doble de la edad de Valentín se reunían todo el día
y todos los días con sus volantines policromáticos.
Se trataba de un festival de egos,
pues cada uno de ellos quería el volantín más bonito y pretendía ser el más temido
en el cielo, cuando los intrépidos pilotos hacían alarde del calibre y calidad
de sus hilos los que procedían de recetas que cada uno traía como parte de los secretos
de familia celosamente guardados.
El día en que vieron que José llevaba a
Valentín por la primera vez, parece que todo cambió en aquella cancha de
barrio. Todos miraron con reverencia al padre, pues era prácticamente un mito
entre todos aquellos que se divertían con los volantines. Ninguno de aquellos
chicos había visto las proezas de los volantines de José Mujica; ellos vieron los
mágicos malabarismos dibujados en los relatos de sus padres quienes eran amigos
del “Rey del volantín” como era conocido.
En aquel día se hizo un círculo alrededor de José y de
Valentín, lo que no estaba en los planes. El hombre les miró con un poco de extrañeza y con una sonrisa les
grito…
-
Vamos a jugar –
Obedeciendo al mandato de este rey, el cielo inmediatamente
se inundó de colores, lo que llamó la atención de Valentín, acostumbrado a ver
su juguete solitario en lo alto del cerro. El padre sólo lo miró y el entendió
inmediatamente lo que debía hacer, empinando bien alto su volantín y mostrando
destreza al aproximarse a sus contendores. Rápidamente los otros objetos
voladores se rendían a los movimientos precisos y delicados del nuevo rey de la
cancha del barrio.
José, aquella tarde cargó a su hijo en los ombros, orgulloso,
como quien lleva un trofeo. Le contó a
su esposa sobre todo lo que había pasado y de repente,
desapareció. Volvió minutos más tarde trayendo una gaseosa y algunos pastelitos
que había comprado en la panadería del barrio. Había muchos motivos para
celebrar.
En breve nos encontraremos con otra historia de Valentín, el rey del volantín.
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