En una noche fría de invierno, de
esas que parece que no acaban más; fue el momento en el que Mimosa, la cual en aquel momento no
pasaba de una pequeña bola de pelos blancos y negros, pues no tenía nombre; llegó a la casa de don
Nicanor.
El hecho de haber abandonado a la
pobre gatita en la puerta de aquel hombre fue una broma de mal gusto o el
desconocimiento de la mala fama del sujeto. Y es que don Nicanor no tenía fama
de ser ni muy amigable, ni muy sociable, ni que le gustases mucho los animales
y mucho menos que se pondría feliz cuando, tal vez en la noche más fría y
lluviosa del año, a alguien se le ocurrió dejar a esta gatita que no paraba de
maullar debajo de la mampara de aquella
casa oscura y gigantesca.
De tanto escuchar aquel grito tan
agudo, que era el de la gatita, don Nicanor no aguantó más y salió en dirección
a la puerta decidido a darle un chute al felino sin importarle nada; el viejo no
estaba ni un poco preocupado con ecología o derechos de los animales. Lo único
que a él le importaba era poder descansar sosegado en aquella noche.
Algo pasó
en el instante en el que encendió la luz de la calle, miró delante de la puerta
y vio a la pequeña gatita, tiritando de frío con las dos patitas en la tapa de
la caja y casi dándola vuelta.
Puede haber sido el frío, puede
haber sido la lluvia o tal vez la mirada de aquellos dos ojitos verdes
pequeñitos que se le clavaron como una flecha; nadie va a saber al final de
cuentas porqué don Nicanor no le dio un puntapié a la caja y se deshizo del
problema, la cosa es que el viejo señor, no sin antes reclamar un poco, colocó
la caja para dentro de la casa.
Ya dentro de la casa miró al
animalito un poco sin saber lo que había hecho y hasta llegando a pensar que
cuando pasase el temporal la iba a colocar en la calle de nuevo, sin embargo, la
pequeña felina le arrancó una sonrisa de la cual él ni siquiera se acordaba y
que fue producida por la falta de coordinación con que la gatita había caído al
tratar de salir de la caja. Parecía que ese sólo gesto de falta de preparación
para la vida había sido suficiente para ganarse el corazón de don Nicanor.
El anciano buscó una vieja toalla
y secó a la gatita; en una caja de cartón improvisó una camita usando un chaleco viejo, pero muy calentito y para terminar los preparativos le ofreció un poco de
leche. Parece que la pequeña realmente estaba con mucha hambre, pues fue
necesario llenar tres veces el pocillo para que por lo menos, aparentemente, se
viesen saciadas sus ganas de comer.
Don Nicanor la acomodó en la
cajita, pero no hubo caso, pues la gatita no quiso quedarse e insistió en
acompañar al anciano. Se subió a la cama y se acurrucó para dormir junto a su
nuevo dueño quien dijo en voz alta:
-
Pero qué gata más mimosa – Así fue bautizada la pequeña.
Al día siguiente don Nicanor
despertó con el olor calentito de aquella pequeña gatita durmiendo muy cerquita
de él y le pareció muy agradable. Él no se recordaba la última vez que había
tenido una mascota o si es que alguna vez la había tenido; a esa altura del
campeonato no le parecía una idea del todo absurda poder pensar en la idea de
quedarse con la gatita; y es que los días de este señor pasaban desde hacía
décadas en la más absoluta monotonía, silencio y aislamiento.
Como lo hacía todos los días, la
primera actividad del día, antes de salir de la cama, era coger el rosario y
empezar a rezar. Desde esa mañana, esta tarea trivial se transformaría en una
verdadera aventura, pues la gatita despertaba y no resistía las ganas de jugar
con as cuentas coloridas; para ella era un verdadero parque de diversiones.
Después del rosario don Nicanor iba al baño y junto
con él su comapanhera; luego el desayuno, el periódico la TV y parecía que su amiguita estaba totalmente habituada a la secuencia de actividades.
Don Nicanor se acordó de que
debía buscar algún lugar para que su pequeña pudiese hacer las necesidades;
buscó una caja de plástico que en cierto momento había utilizado para pintar las paredes y
dentro colocó bastante papel cortado en tiritas; no demoró mucho para que
Mimosa entendiese cual era la función de este lugar, ya que era una felina muy
inteligente. Su dueño siempre se ponía muy orgullosos al contarle a las
personas que su gata nunca había ensuciado algún lugar de la casa.
Desde el primer día fue así,
donde iba el anciano iba también la gata, parecía que ellos se comunicaban no
sólo con palabras o maullidos, sino también por el pensamiento. Lógicamente que
la vida en aquella vieja casa no era demasiado agitada, pues el señor llevaba una
vida extremamente reglada y monótona. Su rutina consistía, además de aquello que ya relatamos, en algunas horas de lectura en
la sala, un poco de televisión o radio y la preparación de las comidas ya que don
Nicanor prefería cocinar en casa.
Salir, hasta cuando llegó Mimosa, era algo
casi excepcional; varias leyendas se habían tejido al respecto del anciano,
principalmente de autoría de los chicos de las redondezas; se decía que era
brujo o un hechicero y que no eran pocos los chicos que habían desaparecido
sólo por haber pasado por delante de la casa.
Pero desde que la gatita llegó,
el anciano comenzó a desarrollar una extrema preocupación no sólo por la salud
de la gatita sino también por la suya lo que incluía desde el primer día las caminatas diarias y, por otro lado, don Nicano empezó a marcar una
serie de exámenes pues pensaba en voz alta:
-
Si me pasa algo ¿Quien va a cuidar de esta
pobrecilla?
Pocos sabían lo que había pasado
en aquella noche fría y lluviosa, pero lo que todos se dieron cuenta era que el
viejo Nicanor cambió. Desde el día siguiente se le veía dar largos paseos junto
con su gatita mimosa; y era como si la vida hubiese soplado en el rostro de
aquel hombre, que ahora sonreía y siempre se mostraba gentil, amable y bien
dispuesto.
Sí tú un día vienes por acá, pasa
por la frente de la casa de don Nicanor y si pones atención te darás cuenta de
que ambos están sentados mirando por la ventana y si esperas un poquito los
verás salir juntos: él con su sombrero, su traje impecable y su flor en el ojal
y ella con su cinta de color amarillo y dos campanitas delicadas colgándole del
cuello.
Y colorín colado… este cuento se
ha acabado.
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