Desde pequeñita Anita la tortuguita veía las cosas pasar
lentamente y eso no le molestaba; parecía que todo tenía un sabor diferente
pues transcurría con más calma, con más tranquilidad.
Ella no entendía cuando oía hablar sobre prisa, sobre estrés
o sobre no tener tiempo, pues ella hacía todo con mucha paciencia, disfrutando
realmente cada instante, cada uno de sus lentos pasos y el mundo que pasaba a
su alrededor.
Siempre tenía tiempo
para comer, para dormir, para conversar con otros animalitos, para ver el sol
ponerse y para tantas otras cosas que, según le habían dicho, los seres humanos
ya se habían olvidado hacía mucho tiempo, siempre corriendo de un lado hacia el
otro. Esos eran los otros seres humanos, pero no la familia de Anita pues era
una familia que vivía con sabiduría.
Anita no quería ser diferente, ni tener nada diferente, ni
estar en otro lugar que no fuese con la familia con la que le había tocado
vivir. A ella le encantaba ser una tortuguita y poder cargar su casita para
todos los lados; ella sabía que con sus pasos lentos no iría muy lejos durante
el día, pero eso no le importaba y siempre exhibía una sonrisa en el rostro. No
soñaba con tener muchas cosas, pues si así fuese no cabrían en su casita.
Era una tortuguita de suerte pues vivía en una huerta a la
que había sido llevada cuando era
pequeñita. Una tarde de primavera ella
fue comprada en una tienda de mascotas por don Claudio que se la dio de regalo
a su hijito Víctor en su primer cumpleaños
-
Para que aprendas a vivir la vida con sabiduría-
le dijo al bebé cuando sacaba la mascota
de una caja y parecía que los ojos del pequeño se iluminaban.
Desde ese momento Anita se transformó en el mejor regalo que
un niño podría haber recibido y no era sólo propiedad del pequeño, pues pasó a ser parte de la
familia. Siempre estaba presente en las fotos de la familia y era muy feliz
andando por entre las hortalizas en el amplio jardín.
Había partes de la huerta que no conocía pues con su ritmo
cadencioso no conseguía llegar muy lejos y, a veces, cuando se proponía ir un
poco más lejos; salía Víctor a buscarla y la llamaba, le gritaba, le silbaba
hasta que la encontraba. ¡Qué sufrimiento no poder hablar, ni gritar, ni
ladrar, ni nada de eso! Entonces el
chico la cargaba para dentro de casa y
ella no podía decirle que no quería volver, que estaba haciendo un viaje de
reconocimiento y que aun le faltaba por lo menos un mes para poder llegar a
todos los rincones de aquel lugar que le
parecía inmenso.
Anita se consideraba tan afortunada y sabía que no tenía
nada de qué reclamarle a la vida, sobre todo porque ella estaba predestinada a
tener una vida larga. No sólo acompañó la infancia de Víctor, sino que lo vio transformarse
en un adolecente y luego en un joven. Estuvo presente cuando él presentó a su
novia y nunca habría esperado que dos años más tarde entraría en la iglesia en
el día del casamiento, pues fue un pedido especial de su amigo. ¡Ella se veía
radiante en aquel día siendo cargada en un cestito junto con los anillos mientras a la iglesia
entera le parecía tan tierno y emocionante ese momento!
Luego vinieron los hijos de Víctor y ella estaba allá, como
si fuese una nana que jamás conseguiría acompañar el ritmo de los chicos, sin
embargo, eso no era necesario, pues no era ella que los acompañaba y sí ellos
que acompañaban su ritmo. Muchas veces se veía a los pequeños jugando a ser
tortuguitas y andando lento junto con ella por horas y horas.
¿Cuál era el encanto de este animalito? ¿Qué la hacía ser
más interesante que los juguetes de última generación, los computadores o la
televisión? Seguramente porque sabía vivir la vida con simplicidad, calma y
alegría.
Tenemos mucho que aprender de Anita la tortuguita.
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